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Las edades del matrimonio
En lo que se refiere a la vida matrimonial, se distinguen tres etapas:
1. El matrimonio joven es el que se prolonga hasta la edad escolar de los primeros hijos. Suele durar de cinco a siete años.
2. El matrimonio adulto se extiende hasta el momento de la emancipación de los hijos mayores. Tiene una duración de 10 a 15 años.
3. Cuando la familia se va reduciendo debido a la emancipación de los hijos menores, entonces tiene lugar el reencuentro de la pareja tal como se dio al principio: “Otra vez solos.” Es la tercera edad.
El matrimonio joven
En esta etapa suele dominar el concepto de pareja, de la relación exclusiva de dos personas. Es la etapa del descubrimiento del otro y de uno mismo en relación con el otro y a través de la vida diaria.
Las notas dominantes del matrimonio joven son, por un lado, la interdependencia del amor juvenil y, por el otro, la diversificación de los papeles como padres y como profesionales. Su tónica general es el dinamismo que trae consigo la fundación de un hogar y de un drástico cambio de vida que se caracteriza por su novedad. Sucede aquí más o menos lo mismo que se observa en los niños hasta los tres años, cuando las transformaciones vitales son muchas y muy intensas.
Los conflictos pueden plantearse al nivel personal o al nivel de pareja, según sean los caracteres y proyectos, la educación y las exigencias personales o del ambiente.
De cualquier manera se trata de conjugar el intimismo con la actividad exterior. Del predominio de uno de esos dos extremos puede derivarse cierta insatisfacción y, en consecuencia, fricciones. Puede surgir, por ejemplo, la celotipia de la esposa por la absorción profesional de su cónyuge.
Es posible que se presente la famosa “crisis de los dos años”, provocada por una maternidad absorbente que relega la función de la mujer como esposa.
Esta etapa es la más propicia para materializar los sueños y progresar en el amor aprendiendo a dejar atrás el idealismo para ubicarse en el realismo, así como para trascender el egocentrismo y centrarse en la fecundidad.
No hay que temer a las tensiones si éstas son proporcionadas.
En efecto, hay que aprender a sacar provecho de las situaciones conflictivas y a no dejarse abrumar por la carga emocional de las dificultades conyugales. De todo ello podemos aprender lo siguiente:
No hay que detenerse, sino avanzar, sabiendo que aún queda mucho camino por recorrer.
El matrimonio adulto
En esta etapa dominan la noción del a familia como grupo y la de la profesión.
En el primer aspecto, la condición de cónyuges, que predominaba anteriormente, ha ido cediendo terreno ante la condición de padres, cuya gran preocupación la constituye la educación de los hijos.
El aspecto profesional es una continuación de la etapa anterior, sólo que ahora se presenta con sus propias exigencias, como una cadena de responsabilidades relativas a la situación socioeconómica y a las necesidades materiales.
Una vez llegados a esta etapa los esposos se percatan de que las funciones conyugales se han complicado y de que tienen grandes probabilidades de diversificarse: la familia será el ámbito de la esposa y la esposa y la vida profesional será la esfera del esposo.
Esta especialización, aún cuando objetivamente resulta lógica en una labor de equipo, entraña al grave peligro de generar dos vidas paralelas, cuya comunicación se hace cada vez más difícil debido a las mismas exigencias que un tiempo y dedicación plantean sus respectivos papeles. Sería el desequilibrio entre emotividad y reflexión de que puede adolecer el amor adulto.
Se trata, una vez más, de saber superar las dificultades, recurriendo a medidas que no implican nada extraordinario: el diálogo habitual, el integrarse en la esfera del otro dando un paseo juntos o realizando una actividad o trabajo en compañía del cónyuge, etc.
Ahora bien, no se trata de añorar o de volver a la primera etapa, que ya fue superada, sino de rescatar la comunicación profunda que precisa el matrimonio, que es la que salvará al amor. Por eso hay que aprender a ver en las obras de cada cual, distintas pero comunes, puentes de unión, y en los hijos, que son motivo de preocupación, una ocasión de unión, de crecimiento y de gozo compartido.
Aunque son menos explosivos, los conflictos que se presentan en esta etapa pueden permanecer ocultos y, por lo mismo, ser más difíciles de resolver. Pero también pueden manifestarse externamente, ya sea en la conducta (reproches, quejas), ya sea de manera más profunda como son las actitudes heredadas o condicionadas por la educación. Las discrepancias pueden presentarse en los criterios acerca del número de hijos que desean tener, o a propósito de la convivencia con otros parientes, o debido al manejo del dinero, etc.
Cabe señalar tres puntos que pueden ayudar a resolver los conflictos característicos de esta edad, la cual resulta decisiva debido precisamente a su larga duración y complejidad:
Evitar juzgar guiándose por las apariencias. Los errores pueden resultar educativos si se enfocan con buena voluntad y sentido del humor y no se hace de ellos objeto de un juicio. Así se mantendrá íntegra la aceptación de las personas y se propiciará la convivencia agradable.
No juzgar ayuda a comunicarse.
No tener miedo de hablar. Nada mejor que exponer con sencillez nuestro modo de pensar y obrar con rectitud de intención. Ello requiere formarse un criterio personal que nos afirme ante lo que hacen o dicen los demás. Cada relación conyugal es única y hay que edificarla respetando su peculiaridad.
El diálogo, por cuanto pone de manifiesto actitudes o modos de pensar, es fundamental en toda ocasión, pero lo se más en esta etapa, donde parece que las funciones se anteponen al sentimiento y hasta cierto punto justifican y ennoblecen la entrega de cada uno de los cónyuges al objetivo que se cifra en la excelencia de la familia.
Son muy distintos los silencios pasivos de los matrimonios que no tienen ya nada que decirse porque ha ido muriendo en ellos la ilusión de su mutua compañía, la cual olvidaron fomentar, que el silencio activo de dos personas que no necesitan decirse casi nada porque se entienden con sólo mirarse. En este último caso, los gestos, los detalles y la mutua disponibilidad son más elocuentes que las palabras. Si atendemos a los extremos, creemos que es más nocivo el silencio que la discusión, si bien lo idóneo siempre consistirá en la actitud prudente que sabe cuando hay que hablar y cuándo hay que callar.
La mayor dificultad de esta etapa ya no consiste, como en el matrimonio joven, en procurar ponerse de acuerdo. Ahora se trata de saber integrar en el amor de la pareja el amor a los demás. En otras palabras, hay que desempeñar el papel de padres sin menoscabo del papel de cónyuges. Una buena medida para prevenir los errores a que puede inducir esta diversificación de papeles consiste en mantenerse alerta para evitar dejarse absorber por lo circunstancial y darle, así, la prioridad debido a lo esencial.
El matrimonio es también un diálogo vital.
Encontrar ocasiones para estar juntos a fin de educarse mutuamente por medio del amor, que es ayuda y respeto. Esto se logra aunque los temas de conversación versen sobre las inquietudes particulares de cada uno; pero será mejor si en ellos se exponen los intereses de ambos cónyuges por otras personas: hijos, amigos, etc. Un amor así es fecundo y realista, es decir, maduro.
La previsión también debe normar la conducta de los esposos. Los 40 años, que es la edad media de esta segunda etapa, deberían ser un momento para reflexionar con serenidad sobre el pasado, pero sobre todo resultan oportunos para mirar hacia el futuro, el cual, tarde o temprano, concluirá con la muerte. Esta visión realista favorece la idea de aprovechar el tiempo. ¿Con qué fin? Para hacer bien las cosas y dejar atrás una buena obra. Y en cuanto al amor, para sembrar la felicidad en los demás.
La transitoriedad de la vida no implica una visión tétrica de las postrimerías, sino una ocasión de alegrarnos porque tenemos oportunidad de rectificar y mejorar. Vista así, esta consideración contribuye a que marido y mujer, padres e hijos, se sientan motivados para limar asperezas, evitar o aligerar los enfrentamientos, encontrar ocasiones de servirse mutuamente y de disfrutar juntos. No recomendamos un hedonismo fácil, sino tener visión del futuro.
Esta segunda etapa del matrimonio es larga, de donde surge el peligro del anquilosamiento.
En las relaciones conyugales el dinamismo significa estar al día y buscar ocasiones de comunicarse para identificarse. En tanto que padres, los cónyuges deben procurar que sus hijos ejerzan poco a poco su libertad y su responsabilidad en un clima de amor.
La íntima compañía de los esposos debe apreciarse y cultivarse.
La tercera edad
Al contrario de las dos anteriores, la última etapa de la vida tiene una duración imprevisible.
En esta etapa se pueden observar tres fases:
1. La gradual emancipación de los hijos, que dejan el hogar paterno para formar el propio.
2. Una serie de contactos que implican interferencias entre el hogar paterno y la familia de los hijos.
3. El reencuentro de la pareja conyugal: “Otra vez solos”.
Esta etapa aporta la última lección del amor: el tránsito del nosotros al ellos; en definitiva, se trata de saber desaparecer. A la desaparición escatológica deberá precederla un enfrentamiento, cuya mejor expresión es la actitud de no saberse indispensable.
En el amor retener es fácil, en tanto que desprenderse es muy doloroso. Por eso el conflicto más agudo de esta etapa se origina en el afán de los padres por retener a sus hijos, con la consiguiente dificultad para desprenderse de ellos.
Una protección que se prolonga más allá de lo debido es opresiva, suscita la rebeldía y la oposición y acaba desvirtuando al amor.
Los hijos se mostrarán más agradecidos y querrán más a sus padres si éstos saben prepararlos para la vida. El amor que propicia la independencia de los hijos no constituye una forma empobrecida del cariño; antes bien, es un amor depurado de toda ambición personal: es querer a los hijos para ellos, no para nosotros.
Los conflictos más graves no son los que se presentan al principio, sino algo más tarde, cuando entran en litigio los intereses afectivos de las familias jóvenes con los intereses de sus padres. La emancipación de los hijos por motivos de estudio, trabajo o matrimonio, aporta más bien experiencia y renovación a los padres, sobre todo si hay hermanos más pequeños que animan el hogar y ocupan el puesto de los hijos mayores.
La convivencia, permanente o temporal, suele ser la causa inmediata de los problemas entre la familia de los hijos y la de los padres. Estas tensiones se generan más entre padres e hijos que entre abuelos y nietos, y aún son más problemáticas con los suegros que con los padres. De manera especial, los problemas más agudos se dan entre suegra y nuera.
Amor y libertad constituyen un binomio. Si el amor priva de libertad, el primero se deteriora e incluso llega a morir. En el caso de las relaciones entre padre e hijos casados suele intervenir un elemento muy sutil, casi imperceptible, que puede asfixiar la libertad en ambas partes: los favores.
Los padres, por lo normal han tenido más oportunidades de hacer favores a sus hijos que éstos a aquéllos. Trátese de ayuda económica, del cuidado de los niños, de acogerlos en su hogar, etc., todo ello puede convertirse en un sentimiento de deuda que coarte la libertad de los hijos para irse de vacaciones, tomar una decisión importante en contra de la opinión de los padres, elegir sus propias amistades, buscar la privacía del matrimonio, etc. La gratitud inicial, una componente esencial del amor, empieza entonces a pesar: primero suscita temor y después da cabida a reproches interiores, para terminar por declararse la guerra.
Una guerra que, a veces, tiene resultados imprevisibles. Por ejemplo, se posible que sean los niños los que tengan que pagar el malhumor de sus padres, o que sean objeto de una sobreprotección compensadora por parte de sus abuelos. Es lo que en psicología se llama mecanismo de desplazamiento.
Otras veces será el hijo político el que sufra las consecuencias de la falta de apoyo por parte del cónyuge, sea porque este último se siente inhibido o porque ha abdicado vergonzosamente sus derechos.
A partir de estas coyunturas, los problemas en el seno del matrimonio de los hijos irá en aumento, pudiendo llegar a provocar la ruptura conyugal en casos extremos.
En ocasiones los abuelos agravan sus propios males exagerándolos con quejas constantes para que sus hijos pasen más tiempo con ellos. Otras veces utilizarán el mecanismo psicológico de la regresión, valiéndose de actitudes infantiles y dependientes, como si fueran ellos los hijos de sus hijos.
También pueden darse problemas conyugales por la sumisión absoluta a unos abuelos demasiado autoritarios, que no permitan a sus hijos adultos tomar sus propias decisiones.
Por tanto, los abuelos deben plantearse seriamente cuál debe ser su papel en relación con los hijos, pues los nietos bien se han ganado el derecho de portarse como quieran: consentirlos, jugar con ellos y disfrutarlos sin reservas. Los nietos le permiten por primera vez a los abuelos el poder convivir con unos niños sin tener que responsabilizarse de su educación. Aunque tampoco deben ofenderse si los padres de los nietos –que sí tienen esa responsabilidad– tratan de imponer sus propias normas o no los dejan demasiado tiempo con ellos.
Pero con los hijos, los abuelos deben reflexionar y aprender, ya que también se puede cambiar al final de la vida si uno ama de verdad. Su amor por los hijos se traducirá en disponibilidad, lo que no equivale a una intervención constante ni a una inhibición permanente sino a un diálogo sincero y natural, sin agresión y sin imposición.
Se trata, más bien, de opinar y sugerir, respetando el derecho de los hijos de decidir libre y responsablemente. Se aceptarán con gratitud y respeto las muestras de cariño de los hijos, sin llevarles la cuenta de los favores ni reprocharles porque no concreten su afecto en lo que esperan o desean los abuelos, sino según su modo de ser o de comportarse. También los abuelos deben aprender a modificar sus expectativas.
Saber desaparecer, como decíamos, es una forma de entrega, porque así se cuida la autonomía de los hijos en todo sentido. Por ejemplo, se procurará vivir en casas separadas; de ser posible, estarán cercanas para que las familias puedan experimentara el placer de la mutua compañía, o bien contarán con áreas independientes. Lo más importante es fomentara la autonomía.
Este último es uno de los aspectos más ignorados en la educación. Hay muchos padres que sólo han vivido para sus hijos, de modo que cuando éstos se emancipan los primeros se encuentran con un vacío. Por eso tienden instintivamente a inmiscuirse en la vida de sus hijos, para llenarse de algo; en suma, para satisfacerse a sí mismos. Hay que precaverse también de las que al principio son buenas intenciones, pero que luego conducen a situaciones negativas. Una vez más, hay que tener previsión y rectitud de intención.
Pero si faltase la previsión, con todo siempre es posible rectificar, y ello debe hacerse sopesando los pros y los contras, las ventajas y las desventajas. Adoptará la solución que implique menos perjuicios o violencia. Para ello es necesario atender sobre todo a las personas y cambiar lo que resulta más fácil modificar. Si los abuelos no están en disposición de hacerlo así, lo que resulta comprensible y es lo más común, entonces deberán cambiar los hijos, ya sea aceptando con franqueza la situación, con sentido del humor y con generosidad, ya sea registrando las zonas de autonomía que, sin lesionar la convivencia, permite cierto desahogo de las tensiones. Este esfuerzo produce de suyo la aceptación, que es deseo de participación.
Si los abuelos se dedican a una actividad, trabajo o pasatiempo al margen de los hijos, obtendrán el beneficio de liberar a éstos de la coacción afectiva, sin comedias y con auténtico valor, y además el matrimonio de los abuelos se estrechará en torno a intereses comunes. Cuanto más noble sea la causa a la que se entreguen los abuelos, tanto mayor será su compenetración. No se trata, desde luego, de que se aíslen de la familia, la cual siempre interferirá en sus vidas, sino de prestarle a ella y a la sociedad un gran servicio.
Ese servicio dependerá del papel, personal e intransferible, que desempeñen los abuelos, el cual no consiste en ofrecerle al mundo la imagen de una persona madura reflexiva y experimentada. La aceptación serena de la progresiva disminución de sus facultades físicas y mentales será la mejor lección de desprendimiento que los ancianos podrán legar a la sociedad, juntamente con la convicción profunda de que el amor trasciende los límites de esas facultades.