La casa vacía (Un cuento musical)
“Cruje una puerta... Lentamente se abre. Se oyen unos pasos, unas pisadas suaves. Tres o cuatro pasos, nada más. Alguien entra en la casa vacía…” Un cuento musical donde la fantasía se mezcla con la realidad y el miedo se acepta con valor.
Cruje una puerta... Lentamente se abre. Se oyen unos pasos, unas pisadas suaves. Tres o cuatro pasos, nada más. Alguien entra en la casa vacía. Es de noche. Todo está oscuro. Un aire encerrado, húmedo y pesado golpea en el rostro al duende que acaba de entrar. Da un suspiro de sorpresa. Exclama, con voz de niño como todos los duendes:
-¡Mi Dios! ¡Qué oscuro está! ¡Me da miedo! Pero mi padre quiere que yo venga a ver un poco cómo están las cosas por acá porque hace tiempo que él está enfermo y no puede venir a inspeccionar. Y las casas vacías, todas tienen un duende que las cuida. Así es que yo tendré que armarme de coraje porque, de lo contrario, mi papá se va a enojar mucho y, cuando mi papá se enoja... ¡se enoja de verdad!
El duende da unos pasos más y, de repente, ¡patapúfate!, tropieza con algo.
-¡Ay, ay, ay!, gime el duende. ¡Caracoles! ¡He tropezado y tirado algo al suelo! ¡Y se ha roto!
Solloza un poquito. Luego reacciona y dice:
-Prenderé la linterna, así puedo ver qué pasó.
La prende. Mira lo que cayó el suelo.
-¡Ay! ¡Al diablo! Rompí un hermoso florero de porcelana. Ahora, ¿cómo lo arreglo? Mi padre se va a enojar de veras. Se supone que vengo a cuidar y no a romper. ¡Ay, ay, ay! ¡Pobre de mí! ¡Qué mal comienzo!
Y allí estaba el duende, sentadito en el suelo del salón, gimiendo y llorando. En eso, se oye una voz gruesa, pastosa, de alguien que habla desde lo alto de la escalera.
-¿Quién anda por ahí abajo? ¿Qué fue ese ruido?
Y luego, unos pasos pesados, que hacen crujir los escalones, se acercan, y se acercan y se acercan hasta que ¡ay!, casi llegan hasta donde está el duende, pobrecito, acurrucado, llorando muerto de miedo.
El que hablaba era un hombre borracho, medio dormido, que se había metido en la casa vacía entrando por una ventana medio rota para pasar la noche allí. Como todo estaba muy oscuro, el hombre empezó a dar vueltas por el salón y a llevarse los muebles por delante, buscando de dónde había venido el ruido hasta que, por fin, de un pisotón pisó no al duende, no, pobrecito, sino un pedazo del florero roto.
-¡Ah! ¡Con que era esto!, dijo enojado y sorprendido, y agachándose buscó en la oscuridad y recogió un pedazo del florero roto en sus manos. Y agregó:
- Pero, yo me pregunto. ¿Cómo es que se cayó este florero de la mesa donde estaba? Porque no se va a caer solo. Un ratón es muy chico para tirarlo. ¡No! ¡Ya sé!, exclamó. ¿Lo tiró un duende? ¡Cáspita! Si aquí hay duendes, ¡entonces esta casa está embrujada! Mejor me voy antes de ver algún fantasma. ¡Uy, uy, uy! ¡Me voy, me voy!
Y tropezando nuevamente con todos los muebles que había en el camino, el borracho salió de la casa como alma que lleva el diablo y ¡paf!, cerró tras sí la puerta de un golpe. Entonces se hizo silencio por un ratito. Después se oye la voz del duende que dice:
-¡Ay, cielos! ¡Qué susto me he dado! Será mejor que me siente en un sillón de estos a descansar un poco porque el corazón se me va a saltar por la boca. Debo tranquilizarme antes de empezar la ronda.
Y el duende se quedó quietecito en el sillón y al ratito no más estaba dormido.
En el salón donde se durmió el duende –que dicho sea de paso se llamaba Juanito—había varios instrumentos musicales porque los dueños de la casa vacía habían sido músicos. Ella, había sido pianista y él, violinista. Pero, además, había un cornetín. Los pobres instrumentos estaban allí abandonados desde que los dueños de casa fallecieron juntos en un accidente hacía ya más de dos años. Nadie los había reclamado desde entonces y los pobres a veces crujían un poco, cambiando de posición, para quitarse la modorra. Luego se volvían a quedar quietos y callados. Pero al ver llegar a Juanito, todos los instrumentos al unísono sintieron ganas de tocar en honor del recién llegado, sobre todo para consolarlo del susto que acababa de pasar. Lo vieron tan chiquito, tan inexperto y tan indefenso que sintieron ganas de acariciarlo y ¡qué mejor que con música! Si tocaban un poco, el duende creería que estaba en una fiesta y se iba a despertar muy contento de su sueño musical.
El piano fue el primero en comenzar a tocar. Tocó un pedacito de “Que lo cumplas feliz” solo. Después el violín se animó y se unió al piano. Y para no ser menos, el cornetín se esmeró en acompañarlos, tratando de no desafinar porque estaba un poco herrumbrado. Después que terminaron con esta música, siguieron con otra, y otra, y otra, en una verdadera fiesta musical. Los instrumentos estaban felices porque, al fin, después de tanto tiempo, podían tocar para alguien.
En eso, el duende comenzó como a sonreir entre sueños y a moverse como si bailara. Y de repente, se despertó. Los instrumentos dejaron instantáneamente de tocar, no fuera cosa que el duende también creyera que la casa estaba embrujada. Entonces, Juanito, medio dormido todavía, dijo como hablando consigo mismo:
-¡Qué lindo! Soñé que era mi cumpleaños y que estaba de fiesta y que había una orquesta que tocaba “Cumpleaños feliz” y otras cosas más. ¡Qué lástima que no sea cierto! Me estaba divirtiendo muchísimo. Bueno... pero tengo que trabajar. Debo hacer mi ronda como me mandó mi padre. Esta casa ahora ya no me da miedo. Es alegre. ¡Parece que tuviera música dentro!
Y el duende prendió su linterna y comenzó a recorrer la casa tarareando bajito, sintiéndose ya todo un hombre.
Terminado su recorrido, se acerca a la puerta de calle, la abre, pero antes de cerrarla tras de sí, se da vuelta a mirar por última vez los silenciosos instrumentos allá en la penumbra del salón y se pregunta:
-¿Podría ser que...?
Pero la pregunta queda sin respuesta aunque, si hubiera mirado un poquito más de cerca, hubiera visto tal vez que los instrumentos ocultaban una sonrisa.
Juanito cerró la puerta lentamente y la casa volvió a quedar vacía.
Margarita