¿Para qué están los amigos?

Ignacio quedó solo en aquella sala de espera y no pudo evitar que un montón de recuerdos acudieran a su memoria. Entonces el pasado desfiló delante de él como una película. Recordó que, cuando eran chiquilines...

2004-11-24

Lo hicieron pasar a una elegante oficina. La recepcionista, con una sonrisa profesionalmente estereotipada, le dice: "Tome asiento, por favor. El Sr. Giménez está en una reunión muy importante ahora. En cuanto quede libre le atenderá. Mientras tanto, ¿desearía tomar un café?" Ignacio se la quedó mirando casi sin verla. Tardó unos segundos en contestar. No era por no responder sino que, en verdad, se sentía algo cohibido tanto por aquel lugar tan lujoso como por el motivo que lo había llevado allá. En cuanto pudo hablar, medio tartamudeando, dijo: "Bueno, sí. Gracias." La joven dio media vuelta y se retiró silenciosamente cerrando la puerta tras de sí. Un minuto o dos después volvió con el café, se lo dejó sobre una mesita en una bandeja y, sin decir palabra, se retiró inmediatamente. Había cumplido su misión. Ignacio quedó solo en aquella sala de espera y no pudo evitar que un montón de recuerdos acudieran a su memoria. Entonces, el pasado desfiló delante de él como una película. Recordó que, cuando eran chiquilines, Roberto Giménez y él eran inseparables. Frecuentaban el mismo club atlético e integraban su equipo de fútbol porque, para ellos dos, el fútbol era su pasión. Hacían cualquier cosa para no faltar cuando había partido y se entendían tan bien en la cancha que los dos juntos eran un dúo invencible. Llegaron a hacerse famosos. Ignacio recordaba también la cantidad de veces en que el club -que se llamaba "El Potrero"- había salido campeón en la Liga Juvenil gracias a los goles que convertía Roberto con los pases que él le hacía. Porque el goleador era Roberto, hay que decir la verdad. Era el que atacaba, el que encontraba el momento justo para meter la pelota en el arco, calculando casi con precisión matemática en qué dirección exacta tenía que shotear. En la cancha, los dos amigos eran uno, pero fuera de la cancha, las realidades eran muy distintas. Roberto era uno de muchos hermanos de una familia bastante humilde, por no decir pobre. Su madre trabajaba de limpiadora en casas de familia y su padre, cuando no estaba borracho, hacía changas en la construcción. A pesar de todo, Roberto era un muchacho alegre, audaz, dicharachero y extrovertido. Ignacio, en cambio, era hijo único, algo tímido y reservado. Venía de una familia de excelente posición económica que le brindaba todo lo que el dinero podía comprar menos amor. Tal vez por eso mismo, era realmente feliz cuando iba al club y compartía los partidos y otras aventuras con su amigo Roberto, que así terminó convirtiéndose para él en su mayor apoyo y en su ídolo. Desde aquella época habían pasado 30 años que fueron de silencio sin saber nada uno del otro por diversas circunstancias. Por algún rumor que le había llegado en los últimos tiempos, Ricardo supo que Roberto se había ido al exterior, que había hecho una gran fortuna y que hacía poco tiempo que había vuelto al país para establecer una industria en la que le iba muy bien. Sentado en el silencio de la sala de espera se preguntaba cómo sería Roberto ahora y cómo lo iba a recibir. Los minutos fueron pasando, los recuerdos fueron volviendo y la angustia de la espera fue creciendo. Por fin, después de un tiempo que le pareció una eternidad, se abrió la puerta y apareció un señor entrado en carnes, impecablemente vestido, elegante, que se acercó a él sonriente y con la mano extendida, diciéndole: "¡Ignacio! ¡Qué alegría verte después de tanto tiempo! ¿Qué es de tu vida? ¡Cuéntame! ¡No sabes cuánto te he extrañado y cuántas veces me he acordado de ti!". De aquel Roberto de antes, Ignacio sólo reconoció la voz y el entusiasmo de expresión. Si se lo hubiera cruzado por la calle así como era ahora no lo hubiera reconocido, pero respiró tranquilo en cuanto lo oyó. A pesar de su aparente opulencia, Roberto seguía siendo el mismo de siempre: sencillo, espontáneo y extrovertido. Los recuerdos comunes no tardaron en surgir. ¿Te acuerdas de esto? ¿Te acuerdas de lo otro? Y así todo el tiempo hablaron sin parar hasta agotar los recuerdos. Después, vino la etapa de contar sus propias historias: sus éxitos y sus fracasos a lo largo de sus vidas hasta que, finalmente, llegó el momento inevitable en que Ignacio tuvo que exponer a Roberto el verdadero motivo de su visita. Tenía necesidad de una cuantiosa suma de dinero para salvar la vida de su única hija que padecía una enfermedad cuya cura requería una delicada operación en el exterior. Al llegar a este tema, la cara de Roberto cambió. Se podría decir que se ensombreció. Ignacio se asustó. No sabía si era por tristeza o desilusión que le cambió el semblante a Roberto. Preocupado, como disculpándose quiso dar marcha atrás y balbuceó diversas excusas por haber recurrido a él para pedirle ayuda, sobre todo después de tanto tiempo. Roberto permanecía callado, con la mirada perdida, sin mirar a Ignacio a los ojos. Incluso a Ignacio le pareció que en algún momento Roberto sintió ganas de llorar, o tal vez solamente fue una impresión porque el que tenía ganas de llorar realmente era él mismo. Aquel momento fue eterno. Ignacio no sabía qué hacer: si irse o quedarse, pero se tuvo que quedar porque las piernas no le hubieran respondido. Tuvo casi la certeza de que en un solo segundo había destruido una amistad de toda la vida y que, para peor, se había esfumado su única esperanza de salvar a su hija. Entonces empezó a rezar y a pedir, con el corazón apretado, que su amigo lo comprendiera y no le fallara. Y parece que lo escucharon porque, al cabo de un buen rato, Roberto pareció volver en sí y con voz emocionada le dijo: "Dime cuánto necesitas para salvar la vida de tu hija". A Ignacio no le salían las palabras de la emoción. Temblando indicó la suma, casi con vergüenza. Roberto no hizo ningún comentario. Simplemente y con mucha paz abrió un cajón de su escritorio, sacó una libreta de cheques, separó uno, lo llenó, lo firmó y se lo dio a su amigo, diciéndole con mucho cariño: "Toma. Aquí tienes. Quiera Dios que logres lo que deseas, por ti y por tu familia". Con mano temblorosa Ignacio tomó el cheque y le dijo: "No sé cómo agradecerte este favor que me haces. Yo no tengo forma de devolver este dinero. Para mí será una deuda para toda la vida". "No te preocupes", contesta Roberto. "No me debes nada. Al contrario. Soy yo el que estaba en deuda contigo. Porque nunca te dije cuando éramos chiquilines que muchas veces la única comida que yo hacía al día era cuando tú me convidabas a almorzar contigo en la cantina del club. Y tampoco me voy a olvidar que los únicos zapatos que tuve entonces me los regalaste tú. Ahora tú me diste la oportunidad de hacer algo por ti. Así que, después de todo, ¿para qué están los amigos?

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