La historia de Esther y Fernando II

En la vida hay un tiempo para cada cosa, como está dicho desde siempre. Hay un tiempo para reír y un tiempo para llorar. Hay un tiempo para sembrar y un tiempo para cosechar ...

2004-11-24

En la vida hay un tiempo para cada cosa, como está dicho desde siempre. Hay un tiempo para reír y un tiempo para llorar. Hay un tiempo para sembrar y un tiempo para cosechar y así, sucesivamente, hay un tiempo para cada etapa de la vida. Por eso también hay un tiempo para ser abuelos. Cuando llegaron los nietos, Esther y Fernando dejaron de ser padres en primera persona para transformarse en padres en segunda persona. No se trataba ya de "nuestros hijos" sino de "nuestros nietos". Entonces la perspectiva de los acontecimientos cambió. Contemplaron la formación y el crecimiento de sus nietos con ojos de simples espectadores que se alegraban con ellos, que sufrían con ellos y que, de alguna manera, también crecían con ellos. Al transformarse en abuelos, muchas cosas que Esther y Fernando habían vivido como padres, ahora las vivían sus hijos: las preocupaciones económicas, las esperas angustiosas a veces por el nacimiento de cada hijo, los sustos por las enfermedades de los chicos, la alegría por los primeros pasos del bebé o las primeras sonrisas del recién nacido: en fin, se despertaba un cúmulo de recuerdos. Era la historia que se repetía y que, mientras el hombre sea hombre, se seguirá repitiendo de generación en generación.

Pero ese repetirse ya no era para Esther y Fernando su propia historia. Como abuelos, podían acompañar, apoyar, ayudar, rezar y esperar y lo hicieron de corazón porque esa era ahora su misión: simplemente ver, oír y - muchas veces - callar. Sin embargo, por encima de todo, estaba el disfrute de esa nueva misión: contarles cuentos a los nietos, llevarlos a pasear, regalarles cosas, enseñarles lo que no sabían, rememorar historias familiares para que conocieran sus raíces, compartir sus pequeños grandes problemas, oír sus confidencias. Todo esto lo vivieron y disfrutaron Esther y Fernando en este nuevo rol y por eso se sintieron muy felices. Liberados de las obligaciones y responsabilidades directas, teniendo cuidado de no contradecir ni contraponerse a la autoridad de sus hijos en función de padres, sentían que cada uno de sus nietos era una interrogante a develar en un futuro que ellos tal vez no podrían presenciar. Tuvieron siete nietos, siete promesas, siete esperanzas. En fin, siete interrogantes quizás sin respuesta para Esther y Fernando.

Si hay una dicha a alcanzar en la vida de un matrimonio es la dicha de poder envejecer juntos. Muy otra es la historia de quienes al final de su vida se encuentran solos porque, ya sea por desentendimientos, por egoísmo, por comodidad o por lo que fuere, han deshecho sus vínculos matrimoniales en un determinado momento de sus vidas pensando que encontrarían "su felicidad" en otras circunstancias para luego, desencantados, comprobar que habían perdido más de lo que habían encontrado.

A Esther y Fernando también les podía haber pasado por la mente la idea de una separación en determinados momentos, sobre todo bajo la presión de ciertas circunstancias adversas. Pero no fue así. Tuvieron el sentido común de mantener su compromiso matrimonial hasta el final y así pudieron celebrar sus bodas de oro, serenamente apoyados uno en el otro. A esta altura ya no tenían razón de ser muchas discrepancias o desencuentros en función de las circunstancias, los hijos o ellos mismos. Uno encuentra que se tolera más, se olvida más, se perdona más. Después de todo, uno sin darse cuenta ha ayudado al otro a ser quien es y lo acepta como es.

En ese contexto espiritual se desarrollaron los últimos años de vida que Esther y Fernando compartieron juntos. El comienzo de su vida matrimonial había sido duro, las circunstancias no ayudaban, pero el tiempo que todo lo puede había hecho su trabajo. Había pulido dos personalidades diferentes para transformarlas en dos seres que se complementaban y se sostenían mutuamente. Esther, que siempre había sido algo frágil, ya hacía tiempo se había convertido en el sostén de Fernando quien comenzaba a tener su estado físico algo disminuido: él, que había sido un hombre que vendía su salud. Tan es así, que ya alcanzados los cincuenta años de matrimonio, solía decir él "quería irse antes" porque no soportaría quedarse solo en esta vida. Se puede decir, sin lugar a dudas, que Esther y Fernando recién a esta altura de la vida, habían alcanzado la paz interior. Envejecer no fue para ellos una tragedia como lo es para mucha gente, sino que fue una ganancia. Llevó su tiempo: toda una vida, pero valió la pena. Después de todo, qué importan unas arrugas exteriores más o menos si el alma al final, íntimamente, encuentra la paz.


Han pasado ya varios meses desde que Fernando partió para siempre de esta vida, en un viaje sin retorno, después de pasar por un largo peregrinaje de sufrimientos. Esther sintió que quedaba con las manos vacías, manos que habían estado inmensamente llenas y ocupadas con los cuidados que había demandado la imparable calesita de angustias y preocupaciones provocadas por la incertidumbre de un fin que se presentía y que costaba admitir. La lucha había sido intensa, pero el destino que es inexorable tenía que cumplirse y se cumplió. Esther quedó sola tratando de aprender a aceptar la separación definitiva de quien había sido su compañero de ruta, en las buenas y en las malas, por más de 50 años. Los hijos y los nietos quedaron, pero ellos están y no están, vienen y se van, entran y salen: no es lo mismo. Ellos tienen su propia vida, sus intereses son otros, sus circunstancias muy distintas, sus metas todavía lejanas. Ellos miran hacia un futuro. Esther, en cambio, tiene más pasado de recuerdos detrás que futuro por delante. Es cierto: ahora el nido está vacío, pero sólo físicamente. Porque en todos los rincones, en las cosas de cada día, Fernando sigue estando. A veces es un papel con una anotación con su letra, una carta que todavía llega a su nombre, un objeto cualquiera que él usaba continuamente, su sillón favorito, sus libros, sus pertenencias personales. Todo habla de Fernando que estuvo allí. En medio de su soledad, Esther tiene un consuelo muy grande: sobre el final de su vida Fernando aceptó la bendición de la Fe. Y además cumplió lo que él siempre quería: irse primero.

La vida cambió exteriormente para Esther pero no en su corazón. Ahora solamente le queda esperar el momento en que ella también vuele del nido, para encontrarse definitivamente con Fernando, para siempre.  

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