Las edades de la vida
La vida es ese regalo maravilloso que nos brinda continuamente variadas y atractivas oportunidades y desafíos para crecer en nuestra capacidad de asombro. A medida que pasa el tiempo, iremos cayendo en la cuenta de que para cada uno de nosotros, nuestro devenir en este mundo tiene, efectivamente, muchas edades que van desde la edad de la inocencia, a la edad de la búsqueda de la identidad, a la edad de la auto-realización para llegar, finalmente, a la edad de la conformidad y la aceptación.
Recuerdo que cuando mi nieto menor tenía aproximadamente un año y medio, como todos los niños a esa edad, comenzó a aprender a hablar y a comunicarse. Y una tarde, señalando con su dedo índice los distintos objetos de la casa, me iba preguntando: “¿eso?”, dando a entender que quería saber cómo se llamaba “eso”. A medida que le iba respondiendo, él a veces repetía en su medio lenguaje la nueva palabra. Otras veces, sin embargo, no llegaba a repetirla tal vez porque le resultaba difícil pronunciarla, pero no cabía duda que él igualmente las iba registrando en su memoria. Así iba descubriendo el mundo que lo rodeaba en este primer caer en la cuenta de la realidad.
A medida que se va desenvolviendo la vida de cada uno, todos vamos cayendo en la cuenta de la realidad que nos rodea en las distintas etapas de nuestra existencia. No es lo mismo mirar los acontecimientos a los 18 años que a los 70, ni tampoco es lo mismo juzgar distintos hechos cuando uno no tiene elementos de juicio suficientes como es, en cambio, cuando uno ya ha adquirido no sólo mucha experiencia sino también conocimientos sólidos y concretos sobre temas que hacen a la formación de opinión. En todos los casos, siempre es como dice el refrán: “Todo es según el color del cristal con que se mire”; es decir, todo es según el momento y las circunstancias en que cada uno esté viviendo.
Así somos los seres humanos con respecto a las experiencias que vamos acumulando a lo largo de la vida, y así también somos los seres humanos cuando -haciendo uso de nuestra capacidad de discernimiento- vamos juzgando con distintos criterios cada etapa de la vida que atravesamos. Porque cuando tenemos un año y medio, aceptamos sin vacilar la verdad de lo que nos dicen nuestros mayores. Cuando tenemos 18 años, solemos poner en duda y cuestionamos muchas cosas que hasta ese momento nos parecían verdades inamovibles. A los 35 años, solemos juzgar las cosas desde la cima de nuestra autosuficiencia o desde la cumbre de nuestras propias verdades. En cambio, cuando cumplimos los 70 años, ya hemos llegado a la conclusión de que nadie puede decir que es dueño de la verdad absoluta, sin aceptar la opinión de los demás.
Seamos más humildes y ganemos tiempo: reconozcamos que los demás – aunque piensen distinto – también pueden tener razón porque ellos, a su vez, están sujetos a esta condición humana de juzgar según el vaivén de sus propias circunstancias. En otras palabras, aprendamos a ser tolerantes, lo que no quiere decir necesariamente, aceptar sin más que lo que está mal está bien, ni lo que está bien está mal. El límite está siempre ahí: en la verdad objetiva entre el Bien y el Mal. Todo lo demás son opiniones circunstanciales, accidentales y subjetivas que nos tienen que llevar a la aceptación, la armonía y el perdón.
Reconozcamos, entonces, que durante nuestra existencia, cada uno puede llegar a ser simultáneamente una misma y única persona o muchas y diferentes personas. Esto hace que así la vida sea ese regalo maravilloso que nos brinda continuamente variadas y atractivas oportunidades y desafíos para crecer en nuestra capacidad de asombro. Porque, a medida que pasa el tiempo, iremos cayendo en la cuenta de que para cada uno de nosotros, nuestro devenir en este mundo tiene, efectivamente, muchas edades que van desde la edad de la inocencia, a la edad de la búsqueda de la identidad, a la edad de la autorrealización para llegar, finalmente, a la edad de la conformidad y la aceptación y, ¿por qué no? a la edad de la humildad.