Un día feliz
“Risas, abrazos fuertes que hacían resonar las bronceadas espaldas de mis innumerables tíos que yo estaba viendo por primera vez. Alguien decía con orgullo en alta voz: "estamos tres generaciones de la familia representadas…".”
Recuerdo cómo iban llegando los autos. Ya toda la manzana estaba completa y no había más lugar para estacionar. Venían matrimonios y familiares de todas partes del país. Yo no conocía a casi nadie, pero todos me saludaban efusivamente y los mayores hasta sabían mi nombre. Las señoras hacían alguna referencia al parecido con mi madre o a lo grande que estaba y los hombres, saludaban a mis hermanos con un fuerte apretón de manos o un: "¡Cómo crecen estos chicos, ya estás más alto que tu padre…!". Era una preciosa mañana de febrero. No sé bien qué se celebraba, pero era evidente que era un gran festejo. Risas, abrazos fuertes que hacían resonar las bronceadas espaldas de mis innumerables tíos que yo estaba viendo por primera vez. Alguien decía con orgullo en alta voz: "estamos tres generaciones de la familia representadas…". Los niños que venían con sus padres se quedaban tímidamente parados a su lado esperando que terminaran los emotivos saludos. Como dije, había parientes que venían del interior y se ve que hacía tiempazo que no se veían y también habían presentaciones de primos que no se conocían, etc. Lo que se respiraba en el ambiente, era que todos estaban felices de verse y planeaban pasar el resto del día "re bomba". Ah, me olvidaba de algo que a los grandes les importa pila: "la comida". Era el orgullo de mi padre: "asado con cuero". El más grande que ese balneario tuvo y tendrá en toda la historia. Dos enormes bichos despatarrados descansaban sobre un gran parrillero en el piso y se iban dorando a fuego lento. Para nosotros los chicos, eso era lo de menos. Nos importaba más el postre y los juegos. Claro que los otros chicos de a poco se fueron animando y pronto corríamos entre la gente jugando a las escondidas. Nos estábamos divirtiendo mucho, pero para mí todo terminó cuando empezó la "cantarola". La música era más fuerte que los juegos. La gente empezó a sentarse de a uno en donde podían o más bien, en donde caían: en el pasto, el peldaño de una escalera, con suerte una silla o quizá una estera. Pero la música ya estaba sonando. La vieja guitarra de mi padre iba de mano en mano. Me impresionaba ver como se divertían. Algunas canciones las acompañaban con mímica, otras tipo murga las cantaban cuatro o cinco hombres solos cuidando de no olvidar de colocar sus bocas torcidas, los brazos abiertos y el grito finito y como desafinado del último "llegaaaron". Un matrimonio cantó a dúo una zamba preciosa. A medida que se iban animando, fueron apareciendo instrumentos: un bombo, una armónica, una pandereta y por qué no, el tintineo distraído del tenedor de algún cantante frustrado en su copa de vino. Yo estaba fascinada. Casi podía observarme desde la rama de un árbol y verme con mis ojos entrecerrados, la cabeza inclinada, sonriendo a medias y tarareando interiormente la canción. Es que las sabía casi todas. Me gustaban todos los géneros: zamba, milonga, murga, boleros. Cualquier cosa que se pudiera cantar. ¡Ay, si pudiera ser grande, si pudiera cantar sin vergüenza como ellos, si supiera recitar…!, pero no podía hacerlo. Algún día repetiría esa escena con mis amigos y los de mi marido y los hijos de nuestros hijos… Decidí, en ese momento, que algún día lo iba a hacer…, pero ese día sólo escucharía, disfrutaría y le daría gracias a mis padres por haber hecho esa reunión y a Dios por haberme permitido que ese día fuera para mí ese gran día.