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Divorcio: primera parte
“Como en una construcción precaria, la familia no tuvo proyectos, ni planos. Nos limitamos a hacerla crecer, caótica y desordenada; sumamos hijos como quien agrega cuartos, sin prever que no había una estructura firme para sostener este edificio que crecía sin base ni concierto.”
Podemos formar una pareja pero ¿somos capaces de fundar una familia? ¿Qué pasa con nuestros hijos, criados en una matrimonio que se formó sin madurez, compromiso ni roles establecidos? ¿Repetirán el modelo que han vivido en casa? ¿Qué podemos hacer para evitarlo?
La CrisisFrente al conflicto de la familia, el divorcio aparece como la solución mágica, pero ¿es realmente la respuesta para enfrentar una crisis que no es sólo individual (o de la pareja), sino cultural? ¿Sabemos a ciencia cierta que hemos hecho lo mejor? ¿Conocemos el precio que deberán pagar los hijos por nuestros errores?
A la hora de tomar la decisión de separarnos no nos hacemos estas preguntas. Desconocemos el mundo que existe detrás del divorcio y no podemos ver, más allá de las vagas referencias sobre el “dolor” que les ocasionamos a nuestros hijos, las consecuencias que esta ruptura tendrá sobre ellos. Nosotros no sabemos cómo se siente, ni de qué se trata: el “dolor” que les causamos a nuestros hijos es una abstracción para los padres.
La separación en sí no es un comienzo, ni un final. Es una explosión, la manifestación de esa etapa de crisis aguda que vive la pareja, una toma de distancia que permite a quien se separa buscar un refugio emocional fuera de la convivencia, sufrir menos e intentar recomponer su maltrecha autoestima.
En la mayoría de los casos, la decisión de separarse no es conjunta. Uno de los integrantes de la pareja decide romper el vínculo y el otro (que muchas veces ni siquiera está alertado sobre lo que sucede) sólo puede “acatar” la decisión... y quedar “enganchado” emocionalmente.
Existe en la sociedad el preconcepto de que el divorcio es un hecho puntual, un incidente aciago, cuyos efectos, sin embargo, se diluirán a mediano o largo plazo. Se ignora que las familias que pasan por este trance sufren una verdadera conmoción.
En su libro Segundas chances para hombres, mujeres y niños después del divorcio, las psicólogas norteamericanas Judith Wallerstein y Sandra Blakeslee dicen que “el divorcio es engañoso: legalmente es un hecho aislado pero psicológicamente es una cadena –en ocasiones interminables– de acontecimientos, readaptaciones y relaciones cambiantes a lo largo del tiempo”. En cuanto a la pareja, dicen las autoras, nada es mágico, ni inmediato: “Para recobrar cierto orden exterior en sus vidas, después de la separación muchas mujeres necesitan un promedio de tres años, y muchos hombres dos. Sin embargo –advierten–, el hecho de reestablecer el orden exterior no resuelve los profundos cambios interiores que las personas experimentan a raíz del divorcio”. Con respecto a los hijos, Wallerstein y Blakeslee aseguran que “la actitud fundamental de los niños respecto de la sociedad y de sí mismos se puede ver alterada definitivamente por el divorcio, y por los acontecimientos que viven en los años posteriores al mismo. Estos cambios pueden llegar a incorporarse definitivamente al carácter y a la personalidad del niño”.
Aunque el divorcio o la separación ya no son criticados socialmente, las personas que los sufren cargan con una sensación de frustración muy angustiante. Este sentimiento, sumado al de su masculinidad o femineidad amenazadas, los impulsa como en una vorágine a formar una nueva pareja, recomponer rápidamente sus vidas sin analizar el porqué del fracaso. Total, piensan, el tiempo y la distancia actuarán como bálsamo.
Intentamos construir una nueva relación sin despejar los escombros del derrumbe anterior, ni analizar cuáles fueron las fallas. Y a veces fracasamos de nuevo, como era predecible.
Tendemos a olvidar que en medio de estos procesos de eterna construcción y derrumbe están nuestros hijos. Ellos no fueron parte de la decisión, ni pueden esperar la supuesta magia balsámica del tiempo porque sus intereses y necesidades son impostergables, y precisan que actuemos con claridad, hoy.
Para hacerlo, debemos ordenarnos: pensar cuáles fueron nuestros errores, actuar con sentido crítico y con responsabilidad, para no volver a cometerlos y, lo que es más importante, para evitar que nuestros hijos copien este modelo, y repitan en su futuro esta dolorosa situación.
No hay tiempo ni distancia que lo logre, porque nada ni nadie puede limpiar los escombros por nosotros.
Posibles consecuencias de un divorcio
Maltrato psicológico o físico, daño afectivo, utilización del niño contra el otro padre... manifiestas o no, en la crisis siempre existen formas de violencia. Muchas veces, las mismas son trasvasadas a los hijos, azorados testigos a quienes se coloca en la aberrante situación de “juzgar” cuál de los padres es el “bueno”, y cuál el “malo”.
Dentro de la pareja, la manifestación de violencia de los hombres hacia las mujeres representa intensos sentimientos de impotencia. Esos mismos sentimientos, en las mujeres, se traducen en un amplio número de casos de violencia hacia sus cónyuges.
A veces, la violencia no se limita a la pareja. En algún punto del proceso de la separación, los padres perciben que sus hijos funcionan como un “lastre” para la tan deseada vida nueva. Ellos podrían separarse, conocer a otra persona y saldar todas las asignaturas que el matrimonio les ha dejado pendientes, pero los hijos los cargan de obligaciones, los retienen en su casa y abortan todas sus fantasías. Es entonces cuando descargan sobre ellos, a la manera de un puching ball indefenso, toda su carga de frustración y violencia.
Las agresiones no son necesariamente físicas. Cuando un niño escucha a su madre decir todas las cosas que podría haber hecho si él no hubiera nacido; cuando se ve transportado como un paquete molesto de la casa de una abuela a la de la tía o una amiga; cuando debe compartir el tiempo de sus padres con sus nuevas parejas, el mensaje –“vos molestás”– es inequívoco.
Muchos hijos se sienten responsables por la separación de sus padres. A ellos no les ahorraron ninguna discusión; vieron cómo el papá reaclamaba atención por parte de la mamá, siempre ocupada en los hijos; los vieron acusarse de “consentidores” o “maltratadores” y entendieron que los padres se peleaban por su culpa. De ahí al “se separaron porque yo me portaba mal” hay un solo paso, y el chico lo cruza sin opción, con toda la culpa a cuestas.
Muchos provenimos de familias con disfunciones. La violencia que se manifiesta en una crisis no es la misma que la llamada “violencia familiar”, donde los incidentes de agresión se suceden sin que medie crisis. En los casos judiciales, sin embargo, se aplica, “por las dudas”, el criterio de violencia familiar en forma indiscriminada.
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