Testimonio
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Zancadilla de la vida
La cárcel fue un dolor que tocó a nuestro hogar, pero que no nos impidió seguir caminando. Dicen que el dolor es un disparador para escribir. Después de seis meses que mi esposo está encerrado –durante este período no logré leer ni un capítulo de un libro-, busco desahogarme con la tinta y el papel. Las cartas escritas a la cárcel buscan ser un punto de unión, jamás una carga para quien fue alejado de su familia y privado de su libertad.
Me hablan de mi fortaleza y reconozco que la tuve. Aunque desde el primer día me acompaña una profunda respiración entrecortada –como quien ha estado llorando mucho tiempo -.
Durante los primeros días no podía unir mi vida a la vida corriente. Es decir, ¿cómo podía seguir todo igual, si para mí el mundo estaba detenido? Vivir el día a día fue el consejo, bien acertado y atendido, y desde el primer minuto supe que era la única tabla de salvación.
El trajín de una madre de familia numerosa ayudó a mantener cabeza y cuerpo cansados. La noche, más oscura y silenciosa que antes, fue por un lado sinónimo de soledad y por otro, un día más cumplido.
Sin rencor, pero con la mortificación de haber sido víctimas de una injusticia, mi corazón palpita al sufrimiento de cada uno de mis hijos. El precio que hay que pagar es muy alto.
Hasta lo más trivial se aprende a valorar. Dos esposos caminando juntos por la calle, un asado en familia o un padre con su hijo en bicicleta, son disparos al corazón. No logro concebir e ignoro las quejas insignificantes de madres “sin” problemas.
Mis recuerdos se remontan a días sin mayores sobresaltos, cuando nada hacía suponer que un dolor así tocaría nuestra puerta. Ya me lo decía una señora amiga con buenas intenciones, “con algún dolor la vida te va a golpear”. La cárcel fue la cruz que tocaba en suerte y nada había para hacer más que llevarla a cuestas con la cabeza en alto y el alma ensombrecida.
Al mes, los músculos en vez de contraerse, se distendieron, la carga tan pesada me hacía caminar más despacio e irónicamente con más calma. El convencimiento de que todo es para bien no cambia aunque la tristeza invada.
La espera no es agónica, es eso, una espera que trae consigo impaciencia, desesperanza, aburrimiento, incertidumbre, incredulidad de que esto termine. Soportarla es relativamente fácil. Aceptarla también. Sonreír no es tan difícil. Hay que ganarle a la situación, porque aprendí que las personas somos mucho más que una circunstancia. No hay que disfrazarlo de “todo bien”, pero tampoco agregarle espinas ni dramatizar aunque las lágrimas corran y la garganta se te cierre.
Falta un padre, falta un amigo, falta un amante, pero no falta la fuerza de la familia que pronto volverá a estar unida para disfrutar de todos los sabores y sinsabores del afecto entre nosotros. Junto al cartel de bienvenido que pretendo colgar pronto a mi esposo, quiero darle a cada uno de mis hijos un aplauso por todo lo vivido. Para ellos todo mi orgullo. Despertaron lo mejor de cada uno. Y eso ya es bastante decir, pero para eso son las pruebas.