Testimonio
-
Entre la histeria y la historia
En Nueva York, sometida de forma radical a la furia antitabaco, presencié una escena de opereta. Pongo delante que yo dejé de fumar hace muchos años. Está demostrado médicamente que el tabaco perjudica y aplaudo las medidas para evitarlo, pero no me cabe en la cabeza el histerismo en el que se cae por este tema. Pienso de esta manera en contraste con la óptica o la frivolidad con la que se enfocan una serie de cuestiones, fundamentales para el ser humano, en las que el valor sagrado de su vida se pone en entredicho, hasta el extremo de apoyar con una ley una serie de acciones sin vuelta atrás.
Lo que voy a contar ocurrió en un almuerzo con gentes del mundo de la comunicación. Ocupábamos, en un club muy conocido de la ciudad, un reservado para fumadores. A los postres, a uno de los anfitriones se le ocurrió sacar una caja de puros que hizo la delicia de los que lo rodeaban.... Bueno, de casi todos, menos de un camarero que, con aire de pánico incontrolable, cuando llegó con el café a nuestra mesa montó un número de circo. Al acercarse, a cada uno de los señores que estaban disfrutando, habano en ristre, soltaba, con toda su potencia (y mala educación, por descontado), un resoplido furibundo, para lanzar lejos los humos contaminantes como si se tratase de los peores augurios que viniesen a poner en riesgo su existencia. Tuvimos que aguantar el tipo ante la grosería y decidimos tener la fiesta en paz sin plantarle cara al autor de semejante espectáculo. Al salir del almuerzo compré un periódico. Entre las noticias terribles de guerras en distintos frentes, la imagen de la pobre señora Schiavo, sometida a una muerte implacable dictada por los tribunales y expuesta a escala mundial, -una tragedia tratada al mismo nivel que las fluctuaciones de la bolsa, y algún otro tema que no recuerdo- tropecé con una carta escrita por una americana de 25 años con el siguiente título: “Yo soy un aborto fracasado”. Lo leí casi sin respirar. Aquellas palabras encerraban un testimonio espeluznante que ponía en ridículo el clima de tensión que acabábamos de vivir en aquella comida por la supuesta amenaza a un fumador pasivo.
La protagonista de esta historia contaba: “Mi madre biológica tenía 17 años, y llevaba siete meses de embarazo cuando decidió abortarme por el procedimiento de inyección de agua salina. Yo soy la persona a la que ella quiso abortar. Viví en vez de morir. Afortunadamente para mí, el médico (por decir algo) no estaba en la clínica al nacer yo, a las 6 a.m. del 6 de abril de 1977. Me apresuré. No esperaban mi aparición hasta las 9 a.m., cuando el abortista llegaba. Si él hubiera estado allí, yo no estaría aquí hoy, ya que su misión debería ser destruir la vida, no sostenerla. Hay quien dice que soy el resultado de un trabajo mal hecho. Hubo varios testigos de mi entrada en este mundo: mi madre biológica y otras chicas jóvenes que esperaban en la clínica su turno para abortar. Me dicen que fue un momento lleno de histeria, hasta que la enfermera llamó al servicio médico de emergencia. Estos me llevaron a un hospital, donde permanecí tres meses hasta que me adoptó una mujer –daba su nombre- que me ayudó a sobrevivir. Quiero que sepan que estoy feliz por estar viva. Cada día le doy gracias a Dios por ello. No me considero un producto secundario de fecundación, ni un montón de células, ni nada de eso que llaman a los niños antes de nacer. No creo que ninguna persona concebida sea ninguna de esas cosas. He conocido a otros supervivientes de un aborto todos están agradecidos por la vida. Es triste que hoy sólo nazcan niños cuando a otros les parece conveniente. Uno sigue siendo un niño si la madre sufre un accidente a los dos, tres o cuatro meses; pero cuando es abortado se dice que sólo es un montón de células. ¿Por qué los hombres cierran los ojos a la verdad? Lo mejor que tengo para defender la vida es mi propia vida, que ha sido el mejor regalo. La muerte no es la solución a ninguna situación. ¡Muéstrenme cómo puede serlo!! Yo sí puedo demostrarles que se está derramando sangre inocente. El mundo está destruyendo su futuro. Toda vida es un valor precioso. Debemos respetar ese derecho a vivir”.
Terminaba explicando que escribía su propio testimonio, horrorizada por el número creciente de abortos que se llevan a cabo en el mundo cada día, por el nulo valor que se le da a la vida. “¡Nadie es dueño de quitar ese inmenso valor humano!”, añadía. Recordé tantos debates planteados en gran parte del mundo, y por desgracia en España, en pro del aborto libre. El grito de esta mujer americana debería hacer reflexionar a quienes, desde el Parlamento o desde un medio de comunicación, dicen un sí o un no a la vida humana, con mucha más impunidad que quien se fuma un puro.
Covadonga O’Shea
(extraído de la revista Telva. Mayo 2005)